Mi hija nos empujó por el acantilado. Mi esposo murmuró: “No te muevas… parece que estás muerta”.

El viento frío del acantilado golpeaba nuestros rostros mientras caminábamos junto a nuestra hija, disfrutando lo que parecía ser una tarde tranquila. El mar rugía abajo, chocando contra las rocas, y el cielo comenzaba a teñirse de tonos anaranjados por el atardecer. Nada, absolutamente nada, nos preparó para lo que sucedió segundos después.

Un empujón brusco rompió la calma. Sentí cómo mi cuerpo perdía equilibrio y caía sobre las piedras duras. El impacto me dejó sin aire, aturdida, con un zumbido indescriptible en los oídos. A mi lado, mi esposo también yacía en el suelo, herido, incapaz de levantarse. Entre el dolor y la confusión, lo escuché murmurar con voz temblorosa pero urgente:
—No te muevas… parece que estás muerta.

Sus palabras me helaron la sangre. Intenté procesar lo que estaba pasando, pero cuando levanté apenas la mirada, la vi: nuestra hija, de pie en el borde, observándonos con una frialdad que nunca antes había visto. En ese instante, la verdad se abrió paso entre el horror: no era un accidente. Ella nos había empujado deliberadamente.

Mi respiración se volvió lenta y controlada. Obedecí a mi esposo, quedando inmóvil, fingiendo haber perdido el conocimiento. El silencio era tan profundo que podía escuchar el latido acelerado de mi propio corazón. Mi hija dio unos pasos hacia el borde, como verificando el resultado. El miedo se mezclaba con la incredulidad: ¿cómo llegamos a esto? ¿Qué oscuridad se había alojado en su corazón?

Cuando finalmente se alejó, mi esposo apretó mi mano y su voz quebrada me reveló un secreto que llevaba guardando años… uno que explicaba la aterradora razón detrás de lo que acabábamos de vivir. Nada volvería a ser igual después de esa caída.

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