Los Andes Magdalena- Vista Dron DJI - Sebastian Ruiz

En los Andes del Magdalena, lejos del aliento salobre de las ciénagas, el paisaje se alisa como una respiración profunda. No hay ríos anchos ni espejos de agua suspendidos en el tiempo, pero en su lugar se extiende una llanura vasta, de tierra tibia y silencios hondos, salpicada de árboles que se yerguen como centinelas antiguos. Aquí, el horizonte no se quiebra en reflejos sino que se disuelve en verdes infinitos bajo un cielo limpio y despierto.

Una sola vía destapada —larga, terrosa, obstinada— cruza esta tierra como una cicatriz viva. La recorre el polvo como un fantasma ligero, y en ella se refleja la historia de quienes la andan: campesinos que regresan del monte, motos solitarias que levantan remolinos de tierra, y alguna bestia de carga que avanza lenta, como si llevara los años del mundo a cuestas.

Los árboles dispersos —ceibas, campanos, totumos— dan sombra a lo que parece no necesitar descanso. Bajo ellos, el canto de las chicharras se funde con el calor del mediodía, y la brisa apenas se atreve a mover las hojas, como si respetara un pacto sagrado con el tiempo detenido. El suelo, agrietado en verano, húmedo en invierno, guarda la memoria de la siembra, del machete, del surco, y del canto lejano de un gallo al amanecer.

Desde el aire, los Andes del Magdalena son un tapiz rústico y sereno. La vía destapada brilla como un hilo dorado sobre un telar inmenso de follaje y tierra viva. No hay más ruido que el del viento y los recuerdos. Todo parece detenido en una espera tranquila: como si este pedazo de país supiera que el futuro no tiene prisa aquí.