Cuando Dios te está formando… duele, pero transforma | Napoleón Hills

Cuando Dios decide formar a un hombre, no lo hace con prisas ni con atajos fáciles. Su obra es paciente, profunda y minuciosa. Cada etapa de la vida se convierte en una herramienta en Sus manos: los momentos de silencio, las pruebas que parecen interminables, las oraciones que no reciben respuesta inmediata. Nada es casualidad. Cada demora es lección, cada dificultad es cincel, cada aparente vacío es un campo fértil donde la fe aprende a echar raíces más hondas. Dios no da fortaleza como un regalo instantáneo, la forja poco a poco, golpe a golpe, hasta que se transforma en una convicción que no se puede quebrar. Más que lo que un hombre consiga o alcance, a Dios le importa profundamente en quién se está convirtiendo.
La verdadera obra de Dios ocurre en lo oculto, en esos lugares invisibles donde no hay aplausos ni reconocimientos. Es allí donde el orgullo se rompe y el carácter se fortalece. Él permite que la desilusión se convierta en maestra de humildad, que la espera prolongada refine la confianza, y que las cargas pesadas revelen lo que es débil y lo que, por el contrario, es eterno. Dios no trabaja para darnos comodidad; trabaja para sembrar convicciones firmes que no se muevan con el viento de las circunstancias.