¡ESE FORD MUSTANG MACH 1 NO VIVIRÁ! GRITARON 24 INGENIEROS... HASTA QUE EL MECÁNICO SIN HOGAR

¡ESE FORD MUSTANG MACH 1 NO VIVIRÁ! GRITARON 24 INGENIEROS... HASTA QUE EL MECÁNICO SIN HOGAR

El sol del mediodía caía como plomo fundido sobre las calles de Ciudad de México, convirtiendo el asfalto de la colonia Doctores en una sartén hirviente. Bajo el puente de la avenida Cuauhtémoc, entre cajas de cartón aplastadas y bolsas de plástico que bailaban con el viento caliente, Marcos Elizalde limpiaba por centésima vez en el día sus herramientas con un trapo que alguna vez fue blanco. Sus manos, curtidas por 22 años trabajando con motores, temblaban ligeramente no por debilidad, sino por la frustración de tener tanto conocimiento atrapado en un cuerpo que la sociedad había decidido ignorar.
A sus 47 años, Marcos había perdido todo 18 meses atrás cuando el taller automotriz donde trabajaba como maestro mecánico cerró abruptamente. El dueño, acusado de lavado de dinero, huyó del país dejando a 23 empleados sin liquidación, sin referencias laborales utilizables y con la reputación manchada por asociación. Marcos intentó conseguir trabajo en otros talleres, pero su edad jugaba en su contra. Todos querían mecánicos jóvenes que pudieran pagar menos. Su departamento en la colonia Obrera fue lo primero que perdió. Luego sus muebles, vendidos uno por uno para comer. Finalmente, su dignidad social, aunque nunca su dignidad interna.
Pero Marcos Elizalde guardaba un secreto que nadie en las calles conocía. Antes de caer en la indigencia, había sido uno de los restauradores de autos clásicos más respetados del circuito underground de coleccionistas. Su especialidad eran los muscle cars americanos de los años 60 y 70. Chevrolet Chevelle, Dodge Charger, Plymouth Barracuda, y especialmente Ford Mustang. Podía diagnosticar un motor Ford 428 Cobra Jet con solo escucharlo arrancar. Conocía cada especificación de fábrica, cada modificación de rendimiento, cada secreto que los manuales oficiales nunca publicaron. Ese conocimiento seguía intacto en su cerebro, perfectamente preservado, como herramientas afiladas esperando el momento de ser usadas.
Su caja de herramientas era lo único valioso que conservaba. Un Craftsman de metal rojo de 1987, abollado pero funcional, lleno de llaves de media pulgada que había coleccionado durante décadas. Llaves Allen métricas e imperiales, micrómetros, calibradores, un compresómetro que había comprado con su primer salario, un estetoscopio mecánico que su padre le regaló cuando cumplió 18 años. Cada herramienta tenía una historia, una memoria, un peso emocional que iba más allá del metal.

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