La historia de una madre rota por el dolor de su hijo y la oración que le devolvió esperanza

La luz de la luna, fría y pálida, se filtraba por la persiana del dormitorio de Elena, dibujando barras de plata sobre la pared. Eran las 3:17 de la madrugada. El reloj digital en la mesita de noche brillaba con una intensidad casi agresiva en la oscuridad, un recordatorio constante de otra noche en vela. El silencio de la casa no era pacífico; era un silencio denso, pesado, cargado de palabras no dichas y de una tensión que parecía absorber todo el aire de la habitación. A su lado, su esposo, Carlos, dormía profundamente, ajeno al huracán que devastaba el alma de Elena. Para él, el problema tenía una solución simple: paciencia y firmeza. Pero para una madre, el alma de un hijo no es un problema con solución, es una extensión de la suya propia.
Se levantó con cuidado, sus pies descalzos sintiendo el frío del suelo de madera. Caminó por el pasillo como un fantasma en su propia casa. Cada tabla que crujía bajo su peso sonaba como un trueno en la quietud. La puerta de la habitación de su hijo, Mateo, estaba cerrada. Como siempre. Antes, esa puerta era un portal a un mundo de risas, de música a todo volumen, de conversaciones hasta tarde. Ahora era una muralla, la frontera de un país extranjero al que ella ya no tenía acceso.
Apoyó la frente en la madera fría de la puerta, cerrando los ojos con fuerza, como si así pudiera ver a través de ella. Podía imaginarlo: sentado frente a la pantalla del ordenador, la única luz en la habitación parpadeando sobre su rostro, iluminando una expresión vacía. Con veintidós años, Mateo debería estar comiéndose el mundo. Debería estar terminando su carrera, saliendo con amigos, soñando con el futuro. En cambio, se había convertido en un prisionero voluntario en su propia habitación. La universidad había quedado atrás, un sueño abandonado tras dos semestres. Los amigos habían dejado de llamar. Los días se fundían en una monótona sucesión de videojuegos, comida a deshoras y un silencio hostil.